Raúl Sinencio Chávez

Vivas o deshabitadas ya, las urbes mexicanas deparan generosas revelaciones. Basta prestarles atención. Relatan así el ingenio que implican, aguzándolo los retos del entorno a través del tiempo. Algunas reclaman turno para ilustrarlo.

SIGLOS

Punto de partida ofrece La Venta, sitio arqueológico del occidente extremo de Tabasco, próximo al mar. Capital de los Olmecas –cultura madre del horizonte originario–, alrededor del año 750 antes de nuestra era despliega varias hectáreas de traza multifacética y policroma, evidenciándose temprano los elementos de una tendencia que en Mesoamérica arraiga. De esta suerte, depura aquella metrópoli el manejo urbanístico del barro disponible e incorpora la piedra de comarcas lejanísimas, pese a las dificultades que conlleva transportarla en grandes volúmenes. Las ahora llamadas “Cabezas colosales” lo testimonian con piezas de indudable maestría y solidez.

       Muchas urbes huastecas se circunscriben en cambio a los recursos que provee la propia zona. Faltos de canteras, sus artífices levantan cúes, basamentos cónicos de tierra apisonada. En alarde de creatividad, no obstante, emplean conchas y caracoles de costas, lagunas y ríos aledaños para obtener estuco, con que rematan escalinatas, alfardas y muros, puliéndolos al máximo. “Tan lisa y clara” queda la superficie –escribe Bartolomé de las Casas ante semejantes acabados–, “que se [a]parecen los rostros” cual si fuese “un espejo”.

       Los conquistadores españoles introducen el reciclaje, cuyos propósitos exceden lo pragmático. Hechos de Tenochtitlán en 1521, le sobreponen la virreinal Ciudad de México sin contemplaciones. Restos de monumentos prehispánicos aquí y allá literalmente apuntalan conventos, palacios e iglesias del bando que implanta 3 siglos de supremacía.

PLOMO

Apenas independizado, se abre el país al mundo. Las transacciones dependen en buena medida del tráfico marítimo a vela, de limitada carga, aunque trasiega ideas, experiencias, conocimientos. Esto pronto ensancha las modalidades de edificación, favoreciéndose en áreas escasas de piedra.

       A base de ladrillo –arcilla o barro cocido–, inmigrantes transfronterizos propician que dichas innovaciones las adopten dos puertos tamaulipecos recién habilitados. Los estadounidenses Luis Ripley y Valentín Aefren operan inaugural ladrillera de Tampico en 1825. Cierto joven francés de apellido Lafón en Matamoros los emula poco después.

       Ciudad de México tendría en 1840 el primer edificio de ladrillo. Ocupándolo el hotel de la Bella Unión, al también extranjero José Besozzi concluirlo le toma sólo 5 meses, inusitado plazo entonces. Contra las suspicacias que el recinto suscita, en la esquina suroeste de las calles Palma y 16 de Septiembre capotea sismo tras sismo hasta la fecha. “Con ladrillos puestos […] a plomo podía hacerse una torre como la de la Catedral” y resistir, pondera Besozzi, ingeniero de origen italiano.

COSTOS

Aires porfirianos relanzan la compacta pieza. Ello facilita seguir modas que en arquitectura definen las potencias del capitalismo. Mediante buques de vapor se empieza por importar cargamentos enteros, junto a las correspondientes estructuras de metal, industrializándose la fabricación luego, previas estandarizaciones.

       James Andrew Robertson, coronel angloamericano, constituye la precursora Compañía Manufacturera de Ladrillos de Monterrey en 1895. Gerente asimismo del tren que enlaza la Sultana del Norte a Tampico, distintas rutas ferroviarias le permiten abastecer el mercado interno y exportar cuantiosos lotes. Nuevo León y Tamaulipas, por ejemplo, preservan edificios que ostentan el referido material.

       La etapa posrevolucionaria cambia paradigmas. Con audaces diseños y líneas sencillas, en tramos del siglo XX el funcionalismo recurre al ladrillo. Bloques de cemento lo suceden en tenaz lucha por abatir costos, tratándose sobre todo de viviendas populares, autoconstruidas 7 de cada 10. Estas últimas desde la desigualdad social matizan las urbes de hoy en su esplendor. Barro y piedra reafirman entretanto ancestral presencia.

Arriba: Cabeza colosal número 1 de La Venta, en Villahermosa, Tabasco, Gobierno de México.

En medio: Pino Suárez y República de El Salvador, Ciudad de México, Wikipedia.

Abajo: Casa del Arte de Ciudad Victoria, Tamps., edificio porfiriano, tarjeta postal.